Ir al contenido principal

ni carne ni pescado



FR 3-11-2017
14:05 Horas.

regreso a Ítaca

Todas las noche mi madre hacía pescado.
Era para mi padre. En realidad, siempre era para mi padre.
Yo pensaba que tal vez un día, mi madre, sirviera pescado para todos.
Pensaba que podría pasar. Pero no pasó.

Hay un dicho tal como “Cuando seas padre ¡comerás huevos!”.
Yo creo que es cierto, que cuando se es adulto se tienen ciertos privilegios.
Aunque creo que ese dicho, se refiere a otra cosa. Es como una cebolla, tiene capas.

Depende del punto de vista de cada uno se ve un aspecto distinto de las cosas. Eso es bueno, supongo.
Yo solamente quería comer pescado de vez en cuando. O que mi madre tuviera un detalle conmigo.
Pensaba que no era tan difícil, que aunque fuésemos una familia numerosa, tal vez mi madre me reconociese, como alguien distinto. En algún momento al menos.
Pero la vida está para vivirse. Y si vives, vives. Se te saca adelante y ya está.

Ser feliz, ya es otra cosa. No se puede ser feliz con un presupuesto ajustado. Es decir, recibir la atención de una madre, un abrazo, un gesto.
Los consejos, o incluso una reprimenda de un padre... que me permitiese hacerme una idea del lugar que ocupaba en el mundo.

Era un vacío de poder lo que se abría ante mí. Me sentía succionada por una ventosa que me atrapaba y no me dejaba ir.
Atrapada.
Justo en medio del cerebro está el cuerpo calloso que une ambos hemisferios. Puede ser un lugar triste y solitario, cuando el lado femenino se queda a la derecha, en la cocina. Y el lado masculino que está a la izquierda, lo llena todo de colchones confortables, con olor a tabaco. Y no hay lugar para nadie más que para el rey de la casa.
Queda entonces un cuerpo calloso que no puede actuar de intermediario entre dos hemisferios, que conviven, pero no “hablan”.
Es como formar un equipo que funciona. Pero nadie sabe muy bien qué lugar ocupa, ni a dónde hay que dirigirse para obtener dirección, consejo o amor y cariño.
Se trata de que la familia salga adelante. Es crudo y cierto que “es de eso de lo que se trata”.

Nunca se sabe a ciencia cierta a quién recurrir, si a mamá o a papá. Y nunca se puede dar por sentado nada. Es bastante caótico.

Somos pobres. Pero no se puede hablar de eso, porque parecen todos tan felices. 
Pero yo tengo la falda rota. 
Y los zapatos tienen hambre.
Nunca faltó comida en la mesa. Pero ¿Dignidad?
El territorio no estaba delimitado.

Cuando sabes que no tienes nada, y tienes que trabajar. Trabajas y eres útil. Eso aporta un sentido a la vida y se forma parte de una familia.
Pero cuando tienes un poco y cada vez te van quitando y quitando. Transgrediendo el territorio que tan duramente tienes que defender ante tus hermanos. 
Para conservar una identidad que nadie parece identificar.

Yo sabía que algo no estaba en su sitio. Que yo era una niña. Ya lo decía mi abuela. Que yo era una niña. Mi abuela estaba convecidísima. Yo era niña.
La historia se remonta incluso a la muerte de mi bisabuela, al nacer mi madre. Mi abuela se sentía sola.
¿No sería eso un programa?

Creo que sí, que lo era. Era niña, pero no por elección propia.
Una niña que compartía habitación con dos hermanos machos, que como todos los hombres juegan a juegos de guerra.
Y ahí, no había espacio para mí. Me ahogaba.
Y aún así quedaban los rincones que aprovechaba hasta exprimirlos. Me extrañaba que nadie preguntase por mí.

Más tarde, horas y horas delante del televisor. Sin saber qué otra cosa hacer, y sin que nadie reparase en mí.
Cada uno a lo suyo. Es la ley.

Creo que lo que pasaba es que no podía definirme. Más bien era definida por un programa que me precedía, y del que yo no era consciente. No  lo he sido hasta hace poco. Algo había por línea materna que me tenía destinado un sentido que ni podía asumir, ni había espacio para expresar.

Dolor, ahogo. Claustrofobia. Agorafobia.
Soledad. Y sobre todo, había una muy potente indefensión ante los abusos de territorio. Mi piel quemaba. Pese a pasar dos días en la incubadora.

Yo tenía recursos y salí adelante.
No era de eso de lo que se trataba ¿De salir adelante?
Pues eso. Me las ingenié para salir adelante. Mis padres han pagado a todos los médicos que han podido, para que les arreglen a sus hijos. A los médicos habría que darles de comer aparte.
Si hacían daño hace cuarenta años por no saber suficiente, ahora hacen daño por saber demasiado.

Pero no quiero hablar de eso. Porque si me caigo ¿Quién me recogerá? Porque tengo claro que mi familia no.

Pero mis padres, no son más que un eslabón de una cadena que se remonta hasta... la célula primigenia.
Hay programas que nos condicionan. Para procurar la supervivencia.
A la naturaleza le sirve, de sobra, que tengamos un plato de comida en la mesa. Y un médico de paga, porque no teníamos seguro. Por la pobreza propia de entonces.
No importa si la incertidumbre nos acosa, al final comemos. Parecía imposible que se materializase la comida en el último momento. 
Antes de hacer el reparto de hijos por todo el pueblo. Cada uno a un colegio distinto.
Cosas que suceden.
Encontrarle un sentido a la propia vida. Entonces no podía.
He tenido que esperar, y tratar de escudriñar la noche estrellada, para saber que todo forma parte de un programa.
Solamente somos portadores de información genética. ¿No es eso lo que decía la ciencia?
Según eso, con tener comida y un médico que te arregle los desperfectos... bastarían.

Pero el sentido último de la existencia. ¿Dónde está?
Me gustaría navegar lejos en el océano, y adentrarme. Perderme. Como hizo Ulises en su día.
Para regresar a Ítaca.









Comentarios