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psyché



Soy bastante reticente a contar historias que involucren a mi familia.
Una cosa es que suceda algo a un familiar a quien quieres, y te entre el pánico y digas tonterías. Si hay que ir al borde del infierno y contar gilipolleces, pues se hace.
Algo que puedo entender es que, decir que las palabras son solo palabras, es como decir que son solo dinamita.
Y sin embargo, las historias, la mayor parte de las veces no son más que una interpretación. Y sobre todo las historias de familia que corresponden a una persona concreta, atañen a esa persona solamente. Tal vez.
En cualquier caso tengo historias. Y yo tengo una interpretación de esas historias. Es la interpretación que yo le doy. Y no tienen mayor importancia que la que yo les quiera dar.
Si en algún momento estas historias, historias..., tocasen la fibra sensible de alguien, que se sepa que yo tal vez haya podido estar enfermo. Pero justo al lado haya podido estar un hermano o una hermana. 
Y si no se han enfermado será porque no les tocaba sanar esa parte de la historia.
Historias, historias...
Son como una red, una malla tejida, donde en cada parte se siente el todo. No se pierde nada de información. Y la muerte está quieta, esperando, en el centro. Tal vez para guardarnos de almuerzo. Para más tarde.
Si yo le encuentro sentido a una historia, esa historia no habla de nadie más que de mí. Y con las palabras que surjan en un momento puntual.

Si bien, si consigo dar con  una buena historia, tal vez consiga que una parte de mí cobre sentido. Si es para bien.
A mi madre le costó empezar a tener niños. Tardó un par de años antes de empezar a tener los tres primeros. Su suegra y su nuera ya empezaban a decir aquello de que “no servía”.
Normalmente asumimos que vinimos los tres mayores de tirón, porque llegamos seguidos de forma matemática.
Sin embargo, cuando yo llegué ya tenían la parejita. Supongo que el tercero, yo, ya era parte de una rutina.
Tal vez llegué cuando tenían que empezar los problemas. Con la parejita ya en casa, la suegra dando por el culo. Y mi padre que empezaba a mostrar su cara menos amable. 
Ya empezaba a estar enfermo.
La enfermedad de mi padre ha sido desde siempre. Pero tiene su parte buena y la mala. Cuando un hombre tiene que decir constantemente que él es el hijo bueno. Hasta la propia mujer hace de madre.
A la larga y por orgullo mi padre tiene que ser el bueno de dos hermanos.
Es la típica historia de Abel y Caín. Un hermano bueno y otro malo. Para mis abuelos, el hermano bueno era “el otro”, y el malo era mi padre.
Sin embargo, esta historia la viví toda mi infancia. No es algo que se pueda contar, pero en los primeros años de mi vida. De la vida de cualquier niño, las cosas no se dicen, se maman. Pese a que mi madre poca leche tenía, el caso es que la infancia tiene su magia.
En casa de mis padres siempre había movimiento y confusión. 
Mi padre ha sido el eterno niño que tenía que hacer divertido el ambiente. Nada de hablar de responsabilidad. Juegos, música...

Si surgía un problema, el grito se lo llevaba mi madre ¡Por qué tú no...! 
Nos libramos de todo porque mi padre no supo nunca ejercer de padre. Y mi madre trabajaba, como sus propios padres le habían indicado.
Al final es cierto que todo lo que sucede es por algo. 
Como una máquina bien engrasada que funciona programada.
En la malla que teje la araña, no se pierde nada.
Yo tengo un par de historias en mente, y no salen. 
Será porque no toca aún.
Si bien, creo que puedo decir que yo llegué con pérdidas de sangre. Y el tercero, después de una parejita. 
Que aunque pareciese que era lógico que al final fuéramos cinco hermanos, eso se sabe después. El futuro no se puede leer. 
Si ya me cuesta escribir acerca del pasado, el futuro doy gracias porque no se puede leer. El tiempo es amable en ese sentido.
Yo con mi nacimiento antes de tiempo, con las pérdidas de sangre, con un nombre que no era común en mi propia familia. 
Ya era como que marcaba un antes y un después.
“A mí siempre me sacaron adelante”.
Y una vez que he confrontado a mi madre, el año pasado, el hecho de que me dijese que “Tomó la decisión de tenerme” 
(Tuvo que planteársela).
Para mí tuvo notables consecuencias en mi estado de ser.
Llego a la conclusión de que yo tengo ese programa. Tengo que salir adelante. Y he estado cerca. Tú sabes lo cerca que he estado.

Mi padre tiene que demostrar que él es el bueno de dos hermanos, la eterna lucha de dos hermanos. El cuento de Abel y Caín.
No tendría nada de extraño si no es por la intensidad. 
Es decir, mis abuelos eran antiguos. Mi abuela no era cualquier persona, eso lo tengo claro. Y mi abuelo, sería un hombre de alma un poco, pobre, pero como todos los hombres antiguos, era trabajador.
También fue bastante cabrón, más que nada porque puedo suponer que a mi padre no le dio nada. A nivel afectivo.
Mi abuelo hizo que mi padre recitase toda la vida aquello de que “Yo no tengo nada”.
Que acompañaba siempre con aquello de “yo os lo doy todo”.
Nada más lejos de la verdad. Mi padre es un gran hombre, como está demostrando a estas alturas de la vida, porque demuestra unas ganas de vivir enormes.
Si hay algo que sí lo caracteriza, ha sido el no saber jugar un papel adecuado como padre.
Como hombre le puedo respetar, porque él ya ha tenido que sufrir a su propio padre y no debió ser fácil. Nada fácil.
Yo estaba tocado desde el propio parto. Y encontré refugio en unos abuelos que se sabía dónde estaban. Nunca salían de allí. La estabilidad de mis abuelos me ayudó.
Pero puedo decir que pese a sentir refugio en casa de mis abuelos, estaba justo donde se fraguó la traición. Mi padre supongo que vivió protegido. Protegido de todo mal. Y es que en aquella oscura casa, se olía el mal.
Era una casa muy oscura en el casco antiguo. Oscura y húmeda.
Yo sé lo que es que los padres digan que “mira qué hijo más bueno tenemos”, y que siempre me mostrasen.

Y yo no tenía huevos a marcharme a jugar con otros amigos.
De hecho lo normal, ya que entramos en esto, es que si unos padres ven a su hijo que está solo. Le dicen “vete a jugar con otros niños”.
No era el caso. A mí me decían “quédate aquí y estás con nosotros”. Que no deja de ser algo mariquita. Es lo que se diría a una nena.
Tal vez mis padres, me da por imaginar, necesitaban mostrar que tenían una buena razón para seguir juntos.
Mira qué niños más buenos tenemos. Y yo tenía que ponerme tiesecito, no fuesen a pensar que mis padres no tuviesen razón. Yo creía que no terminaban de tener razón, porque yo sabía que me pasaba algo.
Claro que no era cuestión de llamarles mentirosos, y largarme a lugares ignotos que no podía ni imaginar.
¿Dónde iban los otros niños? Yo no lo sabía. Pero debían ser lugares malos.
Si yo era bueno, como decían, y estaba con papá y mamá, como una buena niña.
Los demás debían ser malos.

Qué curioso. Porque mi padre tiene su propia historia en la que se oponen el ser el hijo bueno o el malo.
Es importante que mi padre sea el bueno. Por lo menos, es importante para mi padre, de cara a, todos. A sus propios padres.
Cuando habla de los médicos a mí me ha contado sonriente que la infección de orina que le ha hecho la vida imposible a él (y a mi madre), se la habían provocado los propios médicos.
Ahí. Con la sonrisa en la boca.
Creo que mi padre ante los médicos se comporta como si fueran sus padres. 
Le cuidan y le putean todo lo que pueden. 
Y él sonríe y dice que es bueno. Y que no podrán con él.

Con los médicos pasa eso. Yo hago lo mismo. Pero en mi caso, acudo a los médicos cuando me doy una ostia. Me gustan los médicos.
Me han recogido del suelo tan a menudo que no tengo más que palabras amables.

Pero a sus espaldas hago lo que me sale de los putos cojones. Y me machaco el cerebro. A ver si reviento. Si caigo, que me recojan. Ese es su trabajo. Es lo único que hacen.
Al igual que con mis propios padres, si no saben hacer mejor las cosas, está bien que por lo menos me recojan del suelo. Tal vez así los médicos hagan algo útil para variar.
Así saben que algo han hecho mal conmigo. Mi madre ya sabe recogerme del suelo, tiene práctica.

En cuanto a mis padres. Que han sido unos malos padres. Esa sería una lectura parcial.
Bueno, no creo que hayan podido hacer otra cosa. Es como todo.
Funcionamos programados. Hacemos y lo que hacemos es lo que tenemos que hacer y ya está. No es nada personal contra nadie. El mecanismo de la vida debe continuar. Y se perpetúa. 
Funcionamos programados.

Hay otro programa.
“Mi abuela materna sabía que yo  era nena”.
La muy hija de puta parece que no sabía mirar entre las piernas y ver que la cosa tenía pelotas.

Yo encuentro que en toda esta malla que conforma el tejido social, no hay nada que se escape.
Mi solución ha sido siempre, ni una cosa ni la otra.
Creo que aprendí muy pronto que si tienes problemas y, si por casualidad te preguntan, normalmente nadie quiere saber nada de nada.
Si pones cara de circunstancias, durante más de dos segundos seguidos, y no contestas, cada uno saca sus propias conclusiones y te dejan en paz.
Las conclusiones a las que llegan es curioso que no tienen nada que ver conmigo. Cada persona tiene su propia vida y sus historias.
Nadie quiere saber nada en realidad. Ni yo voy a dejar que nadie sepa nada de mí.
En ese sentido, ni me voy a inclinar hacia la derecha ni a la izquierda.

Escoger a mi padre o a mi madre, ya era un tema bien difícil cuando había tanta competencia en mi infancia y los recursos de “cantidad de atención que podía reclamar para mí” eran tan escasos.

Normalmente la parte del león, se la llevaba el león. Pero eso suele funcionar bien para los leones. 
Que en una familia toda la atención que merecen los hijos se la lleve el padre...
“Todas las estrellas doradas eran para él”, y siguen siéndolo.
Supongo que tengo celos de mi propio padre. Tal vez será cierto que yo era un poco nena desde siempre.
Pero esa es una historia que deberá ser contada en otra ocasión.

Mi padre nos lo daba todo. Pero creo que usurpó la poca cantidad de atención que nos pertenecía por derecho de ser hijos.
Ya digo que eso, en su caso, ha sido para su propia supervivencia. 
Pero para mí, los pocos huevos que había que tener, creo que se los comió él. 
Les puso sal.

Eso hay que reconocerlo. Mi padre sabe poner sal a todo lo que hace. Aunque tenga que pisar a todo el mundo, él va primero. 
Los demás, son berberechos, según su propia definición.

lo siento












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