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ser feliz con todo



Martes 19-09-2017
17:37 Horas.

Antaño vivía un rey que muerto ya está para siempre. Nada como un buen caballo para caminar en el campo de batalla. Pisoteando cuerpos muertos. Cadáveres de soldados.

Nada pasa inadvertido a los ojos de un gran cazador. Nada para un rey celoso de ganar una batalla. ¿De quién es ese cuerpo que yace bajo el peso del hacha? ¿No es el barón, señor de aquella bella mujer? No lo sé mi señor. Su cara está partida, y sus colores manchados por el barro y la sangre.

Cada vez que parece reconocer a alguien, a su izquierda la muerte se solaza, pensando que pronto su cabeza será separada de su cuerpo. 

        Tal vez sea tras una batalla, o en la misma guerra. Nadie lo sabe con certeza. Pero a veces se sabe que está cercana la muerte.

Se deja traslucir su presencia. El corazón pesa. Tal vez preparado ya para caer.

La cabeza no se sostiene, tal vez preparada para yacer sobre el suelo frío.

¿Quién sabe el destino del monarca? ¿Quién el del plebeyo? Sí, ninguno de los dos está a salvo. 

      Pero el plebeyo tal vez no cuenta con los atentos cuidados de un doctor, y caballeros que le saquen de la batalla, una vez herido. 

Tampoco el plebeyo cuenta con paños limpios para curar las heridas.

¿Es distinta la sangre? Fíjate que lo he dudado. Porque el tratamiento es distinto. 

       De veras ¿Es distinto caballero y vasallo? ¿Es distinto rico y pobre? En realidad hay algo, algo sutil que los diferencia.

No me atrevería a decir de qué se trata.

Una sustancia invisible hace que el rico lo sea. Pues sabe aunar y acrecentar su fortuna. Y sin embargo nada lo diferencia de cualquier otra persona.

Resulta odioso e intolerable el pensar que hay hombres que son distintos a la gran mayoría. Tal vez han aprendido una forma distinta de servir. Y ese modo distinto sea el dirigir a otras personas.

¿Quién es ese hombre que camina tranquilo? ¿Qué porta consigo?




Yo solamente soy un eremita errante. Mi lugar de oración fue derruido por soldados sedientos de... lo que sea que estén sedientos los soldados. De sangre.

Pocos pelos tengo sobre mi cabeza, más por edad que por haberlos rasurado. Y sin embargo, a un pelo estuve de la muerte. No habría cambiado nada. ¿Qué puede cambiar? 
El que haya un renunciante más o menos, no causa diferencia alguna en el cómputo de todo el sistema social.

Y sin embargo, todas las puertas a las que llamo tienen un grano de arroz para mí.

Tal vez sea poco. Pero es con lo que vive un pajarillo. Y ciertamente yo tengo mis manos y mis pies. Si ningún señor de algún condado le da por cercenar alguno de mis miembros.

Os voy a contar un secreto.

Guardo un tesoro. En mi corazón. Tal vez sea un cofre, en el que haya tan solo una moneda... ¿O tal vez sea una piedra preciosa? Tal vez el cofre que se aloja en mi corazón, esté vacío.

Yo nunca tuve nada.

Y no importaba. Tal vez tras tanto andar y caminar por polvorientos senderos, hicieron que por casualidad hallase algo. Una pieza de inmenso valor.

Pero nadie lo ve. Nadie lo escucha. ¿Quién sabría valorar lo que un hombre es?

Miramos lo que se puede ver. Pero ¿escuchamos a nuestro corazón?

Realmente no es tan difícil ser feliz, con tan solo un grano de arroz.

¿Pero cómo ser feliz con tan poco, si nunca se tuvo nada?

         ¿No es cierto?














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